Desde niño descubrí que tenía facilidad para la música. La guitarra fue mi primera aliada, y pronto sumé más de una decena de instrumentos a mi repertorio. Las notas y las melodías fluían sin esfuerzo; probablemente tenía una inteligencia musical innata.
Con el tiempo noté que uno de mis mejores amigos, en cambio, no tenía esa facilidad. Aprender un acorde le costaba el doble o el triple; afinar la guitarra, llevar el ritmo, coordinar las manos, interpretar con precisión, cantar… todo era un desafío. Sin embargo, él tenía algo que yo no: una persistencia férrea y admirable.
Los años pasaron. Y aunque la música siguió siendo una de mis pasiones, decidí dedicarme a la informática. Seguí tocando, pero sin el mismo empeño. Él, en cambio, eligió el camino de la música. Practicaba todos los días, incluso cuando no tenía ganas, incluso cuando parecía no avanzar. Hoy en día es un músico excepcional. Toca y compone con un nivel que me supera con creces.
Ahí entendí que la inteligencia, del tipo que sea: musical, natural, lógica o creativa, puede abrirte puertas, pero la persistencia es la que te lleva al otro lado. La facilidad te da un comienzo rápido; la constancia marca la llegada.
Como el ladrillo 125.736 del libro “Vive de forma que te duela marcharte” de Pablo Arribas, probablemente el ladrillo más importante en la construcción de una catedral no sea el primero ni el último, sino el ladrillo 125.736, ese ladrillo del medio, el que nadie quiere poner y que nadie recordará más que tú, porque fue producto del rigor y la constancia, cuando las fuerzas flaquean y decidiste continuar. Porque es ahí donde realmente se construye el resultado.
Hay una frase que me gusta mucho y encierra esta reflexión:
“Las medallas se ganan en los entrenamientos; a la competencia solo se va a retirarlas.”
En la música, en el trabajo, en la vida: la constancia termina tocando mejor que el talento y es ahí cuando el perseverante supera al inteligente.
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